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Antonio Morillas
Orientador del
Teléfono de la Esperanza
Ring, ring… Suena el
teléfono en la sala de orientación.
"Teléfono de la
Esperanza, dígame ¿En qué puedo ayudarle?" contesta el orientador
Es un momento preñado de
silencios. Abierto a múltiples posibilidades. Nunca se sabe. Al otro
lado, puede responder una voz joven. O, quizás, sea alguien que
encara en solitario su particular y postrero ajuste de cuentas con
una dilatada vida. O, por qué no, ambas cosas a la vez: una persona
joven que piensa seriamente en realizarlo, antes de que la propia
existencia se lo demande. Pero, también, podría ser cualquier ser
humano, sin distinción de edad, sexo, raza, creencia religiosa o
ideario político, que simplemente siente ganas de hablar con otro
ser humano. Un problema familiar, de pareja, de relaciones en el
trabajo o con personas próximas. Los padres. Las madres. Los hijos…
Todo tipo de casos
Es tal la casuística que
sería casi imposible clasificarla exhaustivamente. Tal la
complejidad del ser humano y, por ende, de sus relaciones con los
demás, que cualquier sorpresa es siempre posible en ese momento.
Pero, ¿de verdad se puede atender a tanta diversidad de situaciones?
¿Cómo puede el orientador, sin saberlo de antemano, sin un segundo
para reflexionar o consultar, improvisar su actitud ante la situación
específica que se le presenta en ese momento preciso? La respuesta,
común a estas dos preguntas, no puede ser otra que sabiendo
escuchar. Manejando diestramente el “arte” de la escucha.
No es terapia
Lo primero que sabe un
orientador es que no está allí para hacer terapia, aunque en
ocasiones pueda ser sanador, parodiando a Jung, ese misterioso
encuentro en que un alma humana acoge a otra alma humana, sin apenas
tocarla. Simplemente, escuchándola. No oírla. Escucharla.
El orientador está
presente. Aquí y ahora. Con todos sus sentidos y su atención
contribuyendo a comprender lo que la persona, al otro lado del
teléfono, le está queriendo transmitir. En ese instante, no existe
nada más para él. Ni siquiera sus propios pensamientos, hayan sido
invitados o no (intrusivos) a participar de ese momento. Si los
hubiere, los deja pasar. No se enreda en ellos. No trata de dibujar
un boceto anticipado acerca del sentimiento y/o la situación
emocional del que llama. Como si ya se supiera, por intuición o
anticipación, la historia completa de la persona. No hay juicio.
Tampoco evaluación. Solo hay escucha… Siempre vuelve su
atención hacia lo que le están comunicando. Observando detalles.
Tonos de voz. Comentarios. Todo aquello que le permita captar
información acerca de lo que realmente quiere transmitirle el
llamante, cosa que no siempre coincide literalmente con lo que
expresa verbalmente.
Es toda esta información,
recogida de las palabras y actitudes del interlocutor, la que puede
ayudar a que la escucha cumpla con su misión. No se puede olvidar
que la mayor parte de la comunicación interpersonal pasa por la
comunicación no verbal. Especialmente, lo relacionado con la mirada
y los gestos del cuerpo. Evidentemente, eso no es posible captarlo
cuando se trata de una llamada telefónica. Por tanto, la información
acerca de la comunicación solo se puede descifrar mediante la plena
atención a lo que cuenta, y como lo cuenta, el interlocutor.
Descubrir que siente
el llamante
Sin
embargo, la escucha no puede ser pasiva. No puede convertirse en un
oír, sin más, lo que el otro me cuenta. Es, por el contrario,
responsabilidad del que escucha descodificar toda la información que
le llega a su oído, a través del auricular del teléfono. No hay
más información que esa. Sesgada, probablemente, por la propia
estructura psicológica del que emite el mensaje y la dificultad de
transcribirlo al lenguaje oral. Si el orientador quiere interpretar
correctamente las palabras y, también, los sentimientos que hay
realmente detrás del que llama, debe escuchar activamente.
Es decir, debe utilizar las destrezas aprendidas para indagar, con
sumo cuidado y respeto, el auténtico significado de lo que el
llamante quiere expresar y qué sentimientos hay detrás de la
narración que hace del hecho que le preocupa.
En cualquier caso, si a
solo esto se remitiera el orientador, obraría con destreza técnica,
probablemente. Sin embargo, difícilmente podría llegar a penetrar
en el mundo sentimental de la persona que quiere ser escuchada. Es en
ese patio en el que la persona angustiada por su problema personal
quiere, en el fondo, ser acogido y comprendido. Porque, sintiéndose
comprendido en sus sentimientos, siendo abrazado en sus penas y
alegrías, es como sacará energía para resistir hoy y esperanza
para caminar mañana.
La compasión del
orientador
Todo esto no es posible
sin unas buenas dosis adicionales de empatía y de compasión, fruto
ambas del entendimiento, profundamente enraizado en el orientador, de
que al otro lado del teléfono hay otro ser humano, como él. Alguien
único y tremendamente valioso. El orientador sabe bien que no le
puede fallar. Que, cuando cuelgue el teléfono, esa persona debe irse
con la sensación de haber sido comprendido. No puede volver a
sentirse solo, incomprendido, en ese momento. Sin duda, es ésta la
primera misión de un orientador. La terapia puede esperar…
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