jueves, 4 de agosto de 2022

Vivir cuando llega la enfermedad

 

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José Miguel Arocena

Voluntario del Teléfono de la Esperanza


Para no “profesionalizar” el termino enfermedad, es decir, no asociarlo a un aspecto netamente médico o sanitario, podríamos comenzar acercándonos a la etimología del vocablo en cuestión.

La palabra enfermedad proviene del latín, del término infírmitas que aludiría a la pérdida de la firmeza, al abandono y ausencia de la “solidez”, puede que además también al abandono de la seguridad o quizás también a la pérdida del equilibrio funcional tanto físico como espiritual y relacional que en situación de normalidad preside nuestras vidas.

Todos los que hemos padecido períodos de semejante intensidad en algún momento de nuestra vida, sabemos de qué estamos hablando. De qué manera y con qué intensidad, en ese periodo se diluyen tanto los vínculos y las maneras de entendernos y de “convivir” con nosotros mismos como los anclajes y las extensiones que nos ayudan a relacionarnos con todo aquello que nos rodea y que de una u otra manera también nos ayudan a tener una u otra referencia de ese yo mío.

Cuando sobreviene un escenario de esta naturaleza, además de tener la convicción de que siempre ocurre en el “momento más inoportuno”, de que casi nunca nos sentimos suficientemente preparados para gestionarlo, con frecuencia lo interpretamos como un “oscuro e indeseable “paréntesis” por el que estamos obligados a transitar. Un árido e incierto desierto que, si la ciencia y la fortuna no lo remedian, tendremos difícil atravesarlo para finalmente alcanzar, esa deseada “otra orilla” como si de una mítica laguna Estigia se tratara y  que sería la “salud”. Aunque siempre sea, ayudados por ese Caronte, nuestro barquero interior, al que pagaríamos sus servicios, entregándole nuestro entusiasmo, nuestros proyectos, nuestra confianza y nuestras energías.  Es decir, desprendiéndonos de todo lo  valioso en lo que nos apoyamos y funcionamos en el día a día existencial y que sin lo cual nos encontramos tan en carencia, en vacío, desasistidos .

¿Por qué a mí?

Preguntas que nos surgen como son, ¿por qué a mí?, ¿qué he hecho mal para llegar hasta aquí? etc, ya nos ponen en la pista de unos de los soportes que a nivel de creencia conceptúan el hecho de la enfermedad. Que no es otra que entender que cualquier alteración de lo que entendemos como salud, bienestar, normalidad, es siempre algo ajeno y por tanto externo a nosotros. Algo así como una emboscada del destino.

Y a continuación la primera actitud común a cualquier duelo. La rebelión, la no aceptación. Olvidándonos, que la enfermedad es solamente la otra cara de la misma moneda a la que denominamos vida. Que la una no se comprende sin la otra. Y que incluso más aun, la una explica y le da sentido y potencia a la otra. Aunque esta sea una cara diferente, menos amable y denostada y que nos sitúa en la tesitura de vernos obligados a “tirar” de todo lo valioso que hemos ido aprendiendo y acumulando con el paso del tiempo.

Por todo ello podríamos preguntarnos, ¿es la enfermedad algo externo al individuo o simplemente inherente a él? Porque en función de la respuesta que nos diéramos, deberíamos tener una actuación u otra. Si la enfermedad es tan mía como puede ser el amor, la compañía, la paz etc, estaríamos en disposición de creer que aceptarla y vivirla formarían parte de los elementos que nos ayudarían a construir nuestro edificio psicoafectivo, nuestro proceso madurativo e incluso relacional. Todo ello en lo que a aprendizaje se refiere.

Vivir la enfermedad

¿Tengo derecho a vivir en profundidad mi periodo de enfermo? Y curiosamente en este sentido, las normas reguladoras en cuanto al derecho de los pacientes se refiere, se adelantaron a la respuesta, proclamando como no podía ser de otro modo, que sí y declarando que todo paciente tiene la posibilidad de aceptar o no las medidas terapéuticas propuestas y por tanto de transitar sea por el camino propuesto o el elegido por él. En suma, descubrir que cada uno es de hecho y por derecho, un agente fundamental en el mantenimiento y/o restitución de su salud perdida.

Y para terminar. Si aceptamos que la enfermedad es carencia, sensación de vulnerabilidad, dependencia, separación, dudas, incapacidad, derrumbe etc, podríamos preguntarnos, ¿porqué cuando nos sentimos enfermos experimentamos todas o algunas de estas sensaciones?

Hay otras situaciones en la vida como una separación afectiva o la pérdida del trabajo o un negocio en las que experimentamos esas mismas sensaciones. ¿Por qué en esas circunstancias no nos sentimos enfermos? ¿Qué es lo que identifica un periodo como de enfermedad frente a otro que no lo es? Porque quizás, lo que de verdad se subraya en estas circunstancias, sea experimentar nuestra finitud, el límite, el riesgo de desaparición, nuestro carácter contingente. En resumen, no somos imprescindibles para que el  mundo siga funcionando. Estamos de paso por él.

Puede parecer una paradoja pero en este punto radica la primera de nuestras fortalezas por medio de la cual tratar de afrontar un periodo tan sensible pero a la vez tan personal, como es este de la enfermedad. Porque, si bien es cierto que estos momentos nos posicionan frente a aspectos y lugares propios que no queremos ver, también es cierto que el aprendizaje, la escucha, la introspección, el autoconocimiento y la aceptación finales, nos ayudaran a vivir con la confianza necesaria y a extraer en este tránsito, su riqueza implícita. Experiencia de la que saldremos fortalecidos y que mejorará tanto nuestra visión personal como externa.  

 


1 comentario:

Bertusio dijo...

Porque querido amigo, si una propiedad rige al Universo y por ende a este planeta, es la entropía o tendencia al caos, que es con lo que tenemos que lidiar desde que nacemos. De ahí la sabia expresión del pueblo de que “para morirse lo único que hace falta es estar vivo”