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José Miguel Arocena
Voluntario del Teléfono de la Esperanza
Para
no “profesionalizar” el termino enfermedad, es decir, no asociarlo a un aspecto
netamente médico o sanitario, podríamos comenzar acercándonos a la etimología
del vocablo en cuestión.
La
palabra enfermedad proviene del latín, del término infírmitas que aludiría a la
pérdida de la firmeza, al abandono y ausencia de la “solidez”, puede que además
también al abandono de la seguridad o quizás también a la pérdida del
equilibrio funcional tanto físico como espiritual y relacional que en situación
de normalidad preside nuestras vidas.
Todos
los que hemos padecido períodos de semejante intensidad en algún momento de
nuestra vida, sabemos de qué estamos hablando. De qué manera y con qué
intensidad, en ese periodo se diluyen tanto los vínculos y las maneras de
entendernos y de “convivir” con nosotros mismos como los anclajes y las
extensiones que nos ayudan a relacionarnos con todo aquello que nos rodea y que
de una u otra manera también nos ayudan a tener una u otra referencia de ese yo
mío.
Cuando
sobreviene un escenario de esta naturaleza, además de tener la convicción de
que siempre ocurre en el “momento más inoportuno”, de que casi nunca nos
sentimos suficientemente preparados para gestionarlo, con frecuencia lo
interpretamos como un “oscuro e indeseable “paréntesis” por el que estamos
obligados a transitar. Un árido e incierto desierto que, si la ciencia y la
fortuna no lo remedian, tendremos difícil atravesarlo para finalmente alcanzar,
esa deseada “otra orilla” como si de una mítica laguna Estigia se tratara y que sería la “salud”. Aunque siempre sea,
ayudados por ese Caronte, nuestro barquero interior, al que pagaríamos sus
servicios, entregándole nuestro entusiasmo, nuestros proyectos, nuestra
confianza y nuestras energías. Es decir, desprendiéndonos de todo lo valioso en lo que nos apoyamos y funcionamos
en el día a día existencial y que sin lo cual nos encontramos tan en carencia,
en vacío, desasistidos .
¿Por qué a mí?
Preguntas
que nos surgen como son, ¿por qué a mí?, ¿qué he hecho mal para llegar hasta aquí?
etc, ya nos ponen en la pista de unos de los soportes que a nivel de creencia
conceptúan el hecho de la enfermedad. Que no es otra que entender que cualquier
alteración de lo que entendemos como salud, bienestar, normalidad, es siempre
algo ajeno y por tanto externo a nosotros. Algo así como una emboscada del
destino.
Y a continuación la primera actitud común a
cualquier duelo. La rebelión, la no aceptación. Olvidándonos, que la enfermedad
es solamente la otra cara de la misma moneda a la que denominamos vida. Que la
una no se comprende sin la otra. Y que incluso más aun, la una explica y le da
sentido y potencia a la otra. Aunque esta sea una cara diferente, menos amable
y denostada y que nos sitúa en la tesitura de vernos obligados a “tirar” de todo
lo valioso que hemos ido aprendiendo y acumulando con el paso del tiempo.
Por
todo ello podríamos preguntarnos, ¿es la enfermedad algo externo al individuo o
simplemente inherente a él? Porque en función de la respuesta que nos diéramos,
deberíamos tener una actuación u otra. Si la enfermedad es tan mía como puede
ser el amor, la compañía, la paz etc, estaríamos en disposición de creer que
aceptarla y vivirla formarían parte de los elementos que nos ayudarían a
construir nuestro edificio psicoafectivo, nuestro proceso madurativo e incluso
relacional. Todo ello en lo que a aprendizaje se refiere.
Vivir la enfermedad
¿Tengo
derecho a vivir en profundidad mi periodo de enfermo? Y curiosamente en este
sentido, las normas reguladoras en cuanto al derecho de los pacientes se refiere,
se adelantaron a la respuesta, proclamando como no podía ser de otro modo, que
sí y declarando que todo paciente tiene la posibilidad de aceptar o no las
medidas terapéuticas propuestas y por tanto de transitar sea por el camino
propuesto o el elegido por él. En suma, descubrir que cada uno es de hecho y
por derecho, un agente fundamental en el mantenimiento y/o restitución de su
salud perdida.
Y
para terminar. Si aceptamos que la enfermedad es carencia, sensación de
vulnerabilidad, dependencia, separación, dudas, incapacidad, derrumbe etc,
podríamos preguntarnos, ¿porqué cuando nos sentimos enfermos experimentamos
todas o algunas de estas sensaciones?
Hay otras situaciones en la vida como una separación afectiva o la pérdida del trabajo o un negocio en las que experimentamos esas mismas sensaciones. ¿Por qué en esas circunstancias no nos sentimos enfermos? ¿Qué es lo que identifica un periodo como de enfermedad frente a otro que no lo es? Porque quizás, lo que de verdad se subraya en estas circunstancias, sea experimentar nuestra finitud, el límite, el riesgo de desaparición, nuestro carácter contingente. En resumen, no somos imprescindibles para que el mundo siga funcionando. Estamos de paso por él.
Puede
parecer una paradoja pero en este punto radica la primera de nuestras
fortalezas por medio de la cual tratar de afrontar un
periodo tan sensible pero a la vez tan personal, como es este de la enfermedad.
Porque, si bien es cierto que estos momentos nos posicionan frente a aspectos y
lugares propios que no queremos ver, también es cierto que el aprendizaje, la
escucha, la introspección, el autoconocimiento y la aceptación finales, nos
ayudaran a vivir con la confianza necesaria y a extraer en este tránsito, su
riqueza implícita. Experiencia de la que saldremos fortalecidos y que mejorará
tanto nuestra visión personal como externa.
1 comentario:
Porque querido amigo, si una propiedad rige al Universo y por ende a este planeta, es la entropía o tendencia al caos, que es con lo que tenemos que lidiar desde que nacemos. De ahí la sabia expresión del pueblo de que “para morirse lo único que hace falta es estar vivo”
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