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Voluntario del Teléfono de la Esperanza
En
el artículo anterior, establecía alguna de las características en las que se
sustenta tanto el concepto de enfermedad
como su vivencia. Cuales eran las
sensaciones y cual era también el rasgo que a esas sensaciones le conferían ese
particular carácter que diferencia la enfermedad de otras situaciones más o
menos parecidas pero que no lo son. Y también a modo de resumen y escueta
concreción, de cómo el ser conscientes de la cercanía y la presencia de esta en
nuestras vidas, podía también ayudarnos, sin miedos y con confianza, a
gestionar su presencia y a vivir de otro modo su encuentro.
Pero
si sabemos de algún periodo de nuestras vidas donde esto se pone en evidencia
de una manera absoluta y sin retorno, ese es el de la vejez. El paso del tiempo
expresado sin florituras ni adornos, en estado puro y con toda su carga. Un
periodo que afecta al propio individuo a la vez que envuelve y lo conecta con las
personas de su entorno.
Este
periodo de la vida es de una intensidad emocional y de aprendizaje realmente
notables porque a las características ya conocidas de dependencia, fragilidad,
limitaciones, dolor, pérdida de la intimidad, miedos diversos, frustración etc,
se le unen otras no menos importantes.
Se
pueden mencionar muchas pero me centrare en solo dos o tres.
La vivencia del tiempo
Observar cómo los periodos de tiempo en los que
normalmente ocurren las cosas se ven alterados. Asistimos a grandes cambios en
espacios relativamente muy cortos de tiempo y con frecuencia sin retorno. Que
exigen un gran esfuerzo de adaptación al que lo sufre pero que simultáneamente plantean dificultades de aceptación y de adaptación
también a las personas que constituyen
el entorno. Algo que nos habla de la fragilidad pero también de la resiliencia, de la capacidad de
adaptación de la aceptación.
Paralelamente
se agranda el papel de actores que podrían estar “dormidos”. Y hablo de la
importancia y del valor de los apoyos sociales tanto por parte de los poderes
públicos (Ley de Dependencia) como de otros. Aunque en mi caso, uno de esos
grandes valores emergentes que me han parecido decisivos y muy importantes, son
la figura de los hermanos. Personas que han compartido un mismo espacio físico
y afectivo pero que casi en su totalidad lo han hecho con experiencias y
vivencias diferentes entre ellos. Personas con puntos de vista diferentes en un
momento tan sensible, obligadas a confluir en la toma de decisiones, algunas muy complejas y dolorosas, que a veces inciden
sobre la propia autonomía y soberanía de
la persona a la que se está tratando de cuidar.
¿Cómo
se gestiona por parte de estos actores, los sentimientos de culpa, las “cuentas
pendientes” no resueltas, etc que cada
uno de ellos arrastra en sus vidas? Porque aunque se esté actuando sobre el mismo ser, muy probablemente no se
está ayudando a la misma “persona”. Y este proceso sin la armonía y el
entendimiento necesarios y deseables, viene a añadir más confusión y más dolor
a lo que de por sí ya lleva mucho de esto. Y a la inversa cuando el
entendimiento, la escucha la generosidad, la renuncia etc, fluyen, se facilita
y hace fluido todo este difícil tiempo.
Pero
este tiempo es fundamentalmente una experiencia vital. Algo que tenemos que
vivir cada uno y que es distinto de unos a otros.
La importante cercanía física
Perdí
a mi madre hace ahora cuatro meses y medio. Los últimos tiempos, los largos
últimos tiempos que la he tenido cerca, físicamente cerca, han sido muy
importantes para mí. He llegado a la conclusión de que ella, que me dio la vida
al nacer, en realidad e incluso con su marcha nunca ha dejado de dármela. Con una madre, solo se convive en clave de
vida, como una especie de nacimiento permanente y continuo. Las circunstancias
externas y también las internas de las que inevitablemente estas rodeado, tan son
solo parte de un escenario. Algo así como el cauce de un rio cuya única posibilidad es la de abandonarse y
dejarse arrastrar por ese ímpetu, por esa “clase práctica de vida” que es una
madre.
Agradecimiento, vida y amor
Durante
sus últimas etapas, su capacidad comprensiva así como el soporte verbal que tenía,
apenas daba para repetir hasta el infinito, dos o tres ideas. Pero eso tampoco
fue un obstáculo. Al fin y al cabo ella supo comunicarse conmigo cuando me
alumbro y yo era incapaz de articular palabra alguna. El círculo de la vida me
retrotraía a mis inicios. Pero a la inversa. Y me abrí y descubrí su fina y
delicada piel a la que acaricié incansable agradeciendo que me envolviera con
ese impagable regalo. E incorpore a mi paisaje diario sus silencios, sus
periodos de ausencia, sus miedos (y los míos), como el pan nuestro de cada día
que aquel árbol tan lleno de vida me daba y me estimulaba bajo su fresca sombra
para seguir buscando sin límites. En mi encuentro con ella me había quedado sin
la palabra pero había redescubierto su piel, su olor, el calor de sus gastadas
manos, su belleza contraída. Y agradecía a diario que estuviera ahí. Porque
entre la enfermedad y la vejez tenemos un inimaginable mundo por descubrir,
nuevo, cambiante pero a la vez, sencillo y acogedor. Donde solo hay presente,
agradecimiento, vida y amor. La vivencia
de este periodo con la atención y la escucha que merece es una lección de vida.
Y solo tenemos que estar atentos y en disposición de recibir ese regalo.
Abandonar nuestras resistencias y nuestras estrecheces. Vivir la plenitud del
momento desde la confianza plena hacia lo que allí esta ocurriendo. Sentir cada
encuentro en clave de compasión (es decir al mismo paso, al compás como dicen
los flamencos). Y finalmente dar espacio para que la última palabra sea
simplemente ¡!gracias!!, ¡!te quiero!!.
1 comentario:
Bella mi madre y bello tú, Jose Miguel...¡Gracias, te quiero!
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