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Carlos López
Coordinador de talleres del Teléfono de la Esperanza
Lo primero que debemos
entender sobre la pregunta vivir con sentido es que se dirige a nosotros
y que somos nosotros quienes tenemos que responderla.
¿Qué hago aquí? ¿Por qué y
para qué, o para quién, estoy aquí?
Albert
Camus escribió, al inicio de El mito de Sísifo, que sólo hay
un problema filosófico verdaderamente serio: saber si la vida merece ser
vivida. Según ese pensamiento, la
vida sólo tiene sentido para un ser que toma la vida en sus propias manos,
que hace de ella, de algún modo, una obra de arte.
Víctor
Frankl afirma que el ser humano vive en la tensión radical de encontrarle un
sentido a todas las situaciones que le obligan a enfrentarse consigo mismo. Se
encuentra en un estado de tensión originaria entre aquello que es y lo
que aún no es y está llamado a ser. Entre el ser y el deber
ser. Alberga en sí la
voluntad de realizar en su vida algo cargado de sentido,
esforzarse y luchar por una meta o una misión que le merezca la pena.
Ahora
bien, son muchas las personas que dejan correr la vida en un constante sinsentido
producido por no saber qué hacer, ni cómo hacerlo para que los resultados sean
efectivos. Hay quienes, para evadir este vacío, se
lanzan a los placeres
sensuales, otros a la vida social o la política; otros afirman que el sentido
pleno debe ser encontrado en la vida contemplativa, en la lectura, en los
placeres del entendimiento, en la retirada de la vida pública, en los amigos y
en la vida religiosa.
Sin
embargo, tenemos que entender que “Las cosas adquieren sentido porque las
amamos y sabemos mirarlas, no tienen un sentido previo”.
No debemos olvidar también
que estamos aquí nada más que por un tiempo, que la vida es un espacio, que se
extiende desde el nacimiento hasta la muerte, y el reto que tenemos es darle
sentido a ese periodo.
Sin embargo, en lugar de encontrar
una misión, a lo que nos dedicamos es a controlarlo todo, incluso lo
incontrolable: el tiempo, la salud, la felicidad, el modo de vida, los
nacimientos, las relaciones humanas, la muerte. No estaría de más de
reflexionar sobre lo que nos advierte el evangelista Mateo: «¿Quién de
vosotros, por mucho que se afane, puede añadir una sola hora a su existencia?»
(Mateo, 6, 27).
Dostoyevski en la novela Los
hermanos Karamazov nos da una buena reflexión sobre el tema que estamos
tratando:
Aliosha: Lo comprendo todo perfectamente,
Iván. ……….. Me encanta tu ardiente amor a la vida. A mi entender, se debe
amar la vida por encima de todo.
Iván: ¿Incluso más que al sentido de la
vida?
Aliosha: Desde luego. Hay que amarla antes
de razonar, sin lógica, como has dicho. Sólo entonces se puede comprender su
sentido.
Por lo tanto, ese sentido es
ya el de nuestras vidas, no tenemos que inventarlo; más bien tenemos que
reencontrarlo, sentirlo, hacérselo sentir al otro. La experiencia del
sinsentido de la muerte que me espera, deja aparecer una nueva solidaridad con
el otro, que estrecha los lazos y me ayuda a descubrir y a redescubrir lo
esencial: no puedo hacer nada contra mi angustia, no puedo realmente alargar mi
modesta vida «ni una sola hora», no puedo siquiera alcanzar la felicidad, pero
puedo socorrer al otro, intentar hacerle feliz y digno de existir. Todo cuanto
me apega al sentido, todo cuanto me da esperanza es la espera de una vida con
sentido para el otro, para que el otro pueda vivir como si la vida tuviese un
sentido. Entonces será mi vida la que descubrirá su sentido, más allá de sí
misma. Como dice V. Frankl: “He
encontrado el sentido de mi vida ayudando a los demás, a encontrar el sentido
de las suyas”. En efecto, esta vida, que siempre es en
primer lugar la mía, no es jamás sólo la mía, sino la de todos aquellos que
comparten mi destino como mortal. Todos, como yo, han nacido y todos van a
perecer, y aunque resulte muy doloroso aplicar esta evidencia a la propia vida,
es necesario enfrentarse a ello.
Como conclusión podremos
reflexionar sobre algunos puntos:
En el
libro “La muerte de Iván Ilich” Tolstoi relata la historia de Iván Ilich que
lleva una vida muy parecida a los valores actuales, muy afianzada en los
estereotipos sociales: la profesión, los éxitos laborales, el status social que
ha adquirido, etc... Pero la aparente seguridad ante la vida encierra un
contrasentido cuando está a punto de fallecer.
“En
ese preciso instante Iván Ilich se precipitó en el fondo del agujero, vio la
luz y descubrió que su vida no había sido como habría debido ser, pero que aún
estaba a tiempo de remediarlo. Se preguntó cómo debería haber sido, y a
continuación guardó silencio y se quedó escuchando. Entonces se dio cuenta
de que alguien le estaba besando la mano. Abrió los ojos y vio a su hijo”
Finalmente
comprende que aquellas cosas que no quería perder habían constituido durante
gran parte de su existencia el medio para perder lo auténticamente importante.
Paradójicamente, lo que había constituido su seguridad, había sido su ruina. El
último día de su vida, Iván acepta su situación: “Su carrera, su modo de vivir,
su familia y aquellos intereses de la sociedad y del servicio, todo podía haber
sido distinto de lo que fue. El encuentro del amor con su hijo es lo que lo
libera y le descubre el sentido.
Por lo
tanto, el amor, la honestidad, la humildad, bondad, la alegría, el entusiasmo,
etc.. es lo que nos da sentido a nuestra vida.
Otro ejemplo desde
la espiritualidad lo vemos en libro El
Buen Ladrón. Misterio de la Misericordia, del canadiense André
Daigneault. Nos dice:
"La
figura del Buen Ladrón –agregó- nos recuerda que cualquier persona con la peor
vida que haya podido tener hasta el último momento, puede santificarse, (...)
porque la santidad no es el fruto de nuestras buenas obras, de nuestros
esfuerzos, no es una construcción humana, sino un don de la Meisericordia de
Dios".
El psiquiatra Rocamora dice que: “En la consulta abundan dos
tipos de pacientes: unos están anclados en el pasado y se sienten culpables por
lo que hicieron o no hicieron; pero también existen los que se encuentran
angustiados por el futuro propio o el de sus familiares. En definitiva: no
saben vivir el presente de manera sana”.
La dimensión espiritual hace
referencia a la experiencia interior más profunda de la persona, que la conduce
a dotar de sentido y propósito a las propias acciones y existencia, sean cuales
sean las condiciones externas. Esto significa aprender cómo encontrar disfrute
en la experiencia cotidiana; a contar con un sistema de valores y con el
compromiso de aplicarlos; a centrarse en algo que va más allá de uno mismo. Esto
es, a trascender, al uso del propio potencial creativo; a la contemplación de
la vida y a aprovecharla de acuerdo con las propias aspiraciones y convicciones
y las del grupo al que se pertenece.
También
de nuestro estado de ánimo dependerá todo: las ganas de luchar, la fuerza para
perseverar, la ilusión por hacer cosas, la alegría, el optimismo y la esperanza.
Porque lo que importa no es hacer, ni llegar a ser cierta clase
de persona, sino en quien nos convertimos haciendo lo que hacemos. Esto
significa que no sólo queremos que la vida sea un buen viaje, sino que queremos
afrontarla honradamente y llegar a ser lo que en potencia podemos ser. La idea
clave es que somos «los autores de nuestro propio ser», que forjamos nuestra
identidad. «elegir por nosotros mismos», «tomar decisiones autónomas» y «vivir
de forma auténtica». La inevitabilidad de tomar nuestras decisiones y de asumir
la responsabilidad de nuestra vida, es el meollo del argumento que estamos
desarrollando en ella.
Conclusión Final
El sentido sólo está allí
donde somos atrapados, atraídos, transportados fuera de nosotros mismos. Ninguna vida es capaz de fundamentarse a sí
misma. Es inútil querer aferrarse a ella. El diálogo interior, nuestro punto de
partida, el punto de partida de toda interrogación sobre el sentido de la vida,
acaba entonces yendo más allá de uno mismo. La vida que tiene sentido es la
vida que se compromete con un sentido que la trasciende.
. (Del 'Sentido De La Vida' Jean
Grondin)
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